yo nunca quise ser moderado
Pasé gran parte de mi infancia, como cualquier niño, intentando exprimir los días, los veranos, las tardes, los recreos y evitando dormir siestas impuestas por adultos hastiados de tanto crío. La adolescencia la recuerdo como una etapa intensa, donde toda experiencia era poca y subir hasta lo más alto era imprescindible, aunque fuese para que el golpe resultase más grande al caer. La juventud, que no se si ya se me pasó o es solo que esta escondida entre la hipoteca y las preocupaciones propias de un urbanita cultivado, que no culto, la perdí, o la gané, o quizás la despilfarré viviendo, haciendo de vivir una profesión a tiempo completo, hasta el punto de que cuando me paré a ver lo andado, ya no solo no había huellas, es que eran tantos los círculos que había hecho sobre mi mismo, que el camino solo conducía a mi pecho. Yo solía decir que “incertidumbre” era otra forma de decir “esperanza”, que la rutina era gris, absurda, cansina y triste, que negaba la vida, que era su opuesto más aún que la muerte. Tuve y tengo grandes defectos, grandes males y a veces grandes remedios. Tuve grandes amigos que perdí en grandes momentos, a veces buenos y a veces malos y de los grandes amores y grandes fracasos, solo me quedaron grandes recuerdos. Todo era grande y a mi todo me parecía pequeño. El exceso de todo era más y mejor, aunque fuese exceso de miedo, de tristeza o de soledad compartida, que es sin duda, la peor de las soledades.
No me sentía político, ni ordenado, ni religioso, ni podía ser nada que no fuese entropía en estado puro. El desorden es lo probable, lo natural, lo lógico. El orden es solo una norma impuesto por otros hombres cansados de no saber a dónde ir. Yo era así. Yo salía de casa siempre con prisa, andando rápido, aún sin tener muy claro cual era mi sitio o a dónde iba. Era siempre la sensación de que el segundero era más astuto que yo y yo debía ser más audaz que el paso de los días. Una mañana de agosto, me senté en mi balcón, con los pies colgando por fuera y me di cuenta de que era como esos perros que dan vueltas sobre si mismos, que miran el suelo, lo huelen, se miran el culo, se muerden el rabo, vuelven a oler el suelo, se sientan, se levantan y al final se acuestan en el mismo sitio que estaban. Era “el efecto perro”. Llevaba años dando vueltas al mundo y el mundo dándome vueltas a mí, pero yo, realmente lo que yo era, seguía estando allí sentado, sobre el mismo suelo, porque nunca me había parado a escuchar eso que me decía la parte tranquila que había en mí. Yo no quería ser famoso ni vivir deprisa, no quería una gran casa, un gran sueldo y un gran coche. Yo quería leer, escuchar música y criar cabras en mis ratos libres. Quería tener un trabajo que me hiciera sentir bien y que fuese moderadamente decente. Murcia era un sitio bonito donde vivir a mi aire y no tenía que salir corriendo a otra ciudad para encontrarme. Yo quería tener una mujer y un hijo y plantar flores en el balcón y enfadarme cuando se secaran y echarles mal de ojo a los vecinos como hace cualquiera. Cagarme en todo cuando pierde mi equipo, tener goteras en el trastero, ir a Ikea a comprar cosas que no necesitamos y tomarme una cerveza con mí cuñado mientras mi suegra me come la oreja con sus “cosas de suegra”. Yo quería ser moderado, vivir moderadamente bien, tener un suelo razonable, enfadarme y reírme a la par, ser feliz y estar tranquilo y contento con moderación, para que no se me olvidase nunca lo que era estar triste y cansado. El orden era aburrido y la vida no era vida viviendo despacio; pero lo cierto, es que la vida es eso que tienes cuando te levantas en pijama y vas a ponerte un café y amanece y no estas solo y sabes que los defectos propios y ajenos son bonitos, son hermosos, porque son verdad…
Moderar mi conducta, vivir lejos del blanco y el negro era acercarme a la simplicidad de la existencia sin sobresaltos, pudiendo un día, al despertar, ver con pasmo que gustaba de costumbres cotidianas y burguesas como hacían los normales, los extraños, los “otros”, de Sartre. Imaginaba la sensación de no vivir en la novedad y el desconcierto de los hechos nuevos y me mataba recordar que yo también podía acabar esperando a Godot.
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